Cuando estaba en mis primeros años de universidad tenía unos amigos que formaban parte del equipo de fútbol americano del campus.

Uno de ellos, que tomaba clase conmigo, siempre se interesó por mi carrera deportiva, de hecho era uno de mis mejores amigos. Siempre discutíamos sobre qué deporte era mejor: Yo, obviamente, decía que el TKD; él se aferraba a que el Americano era mejor y no me daba argumentos, simplemente me señalaba y les gritaba a sus amigos: “Este wey dice que el TKD es mejor que el Americano”, acto seguido (Y con la mirada de toda la línea defensiva sobre mí) yo aceptaba mi error y reconocía que había estado equivocado durante todos esos años. Platicábamos muy seguido sobre las similitudes entre ambos deportes, llegamos un día a la conclusión de que eran casi tan parecidos como un melón y una vaca (Salvo la mejor opinión de usted que lee).

Era muy divertido comparar nuestras aptitudes deportivas: mi amigo tenía la misma elasticidad que un bloque de hielo flotando sobre el Atlántico Norte y una coordinación digna de cualquier ser humano con seis pies izquierdos; mientras que yo, al lado de cualquier jugador de americano de mi escuela, tenía un tono muscular parecido al de un french puddle y la fortaleza física de una margarita.

Mis amigos tenían la mala costumbre de emborracharse cada fin de semana, o cada vez que se les presentaba algún pretexto singular… Un día se pusieron a tomar bajo la excusa de que dieron las cuatro de la tarde, por ejemplo.

Resulta que en frente de la casa donde se reunían había una escuela de Taekwondo. Decían que les llamaba mucho la atención los gritos que escuchaban y las patadas que veían. Descubrí que lo anterior era cierto un día que llegué a la casa de las reuniones y me encontré con que tenían alrededor de 35 petos de todos los tamaños y de diferentes marcas. Siempre dijeron que no sabían cómo habían llegado ahí y que tampoco sabían porque la escuela de en frente había amanecido con un vidrio roto… Sí, mi expresión fue exactamente esta:   ¬_¬

Poco a poco la casa de las reuniones se empezó a convertir en “El Club de la Pelea”. Cada noche había variedad de encuentros y estilos, al final, todos salían siendo más amigos que cuando entraron (Si alguno vio la película, las reglas eran las mismas. Si no ha visto la película debería considerar el irse hoy a dormir con una bolsa de plástico enredada en la cabeza). Yo nunca participé en ninguno de dichos encuentros por una simple y sencilla razón: por marica. Y es que se necesita estar loco para enfrentar a un jugador de americano ebrio (O sobrio, da igual), con un peto puesto y en una pelea sin reglas.

 

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Una noche, uno de los jugadores le apostó a mi amigo a que yo no era capaz de moverlo con una patada, mi amigo decía que sí. Cuando me informaron de dicha apuesta analicé mis probabilidades: Si lo movía, me ganaba el respeto de mi amigo y un refresco, pero el odio de un jugador que pesaba lo de un fauno y medio pero en músculo; si no lo movía, perdía un amigo y ganaba la burla del resto del equipo durante el resto del semestre. Me preocupé tanto que estuve a punto de empacar mis maletas y largarme de la ciudad sin dejar rastro alguno.

El día de la apuesta, salió el jugador con un peto puesto y una seguridad increíble en su mirada, se puso en posición para que lo pateara y me dijo “Vas”. Yo me puse en guardia y en mi cabeza escuché una vocecilla que decía con tono suave: “¿Eres idiota o qué demonios estás haciendo aquí?”. Cerré los ojos, respiré profundo, apreté los dientes y tiré con todas mis fuerzas una patada de empujón con la pierna derecha… Lo moví un centímetro… Pero fue un centímetro que resultó suficiente para que se resbalara con alguna porquería que había en el suelo y se fuera para atrás dando un par de maromas hasta caer al piso. Mi reacción inmediata fue señalar a mi amigo y gritarle “Me debes un refresco” y después salir corriendo con los brazos en el aire y sin mirar atrás. Creo que nunca me pagaron mi refresco, pero tampoco me odiaron como yo pensaba, suficientemente justo para mí.

Esas fueron grandes épocas. Y lo mejor fue el intercambio cultural entre dos diferentes disciplinas. Siempre he admirado a los jugadores de Americano, en primer lugar porque mi papá fue muchos años jugador en la liga de México (Y he escuchado historias tremendas sobre él), en segundo lugar porque hice muchos buenos amigos de ese deporte que conservo hasta la fecha (Aunque nunca lo practiqué).

El Club de la Pelea siguió vigente durante el resto del semestre, cada noche era una nueva aventura. Sobre los petos robados, hubo un final poco convencional: cuando acabó el semestre fueron a regresarlos exactamente de la misma forma en la que los habían ido a tomar. Nunca supe cuál fue la reacción del dueño de la escuela, pero me imagino que no fue muy diferente a la de un niño estadounidense en la mañana de Navidad.

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EN EL CAMINO

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El día viernes a las 7pm (Hora del centro de México) la buena gente de radiotwitteros.com me hará una entrevista en el programa #PoloticaNACOnal, son todos muy bienvenidos a acompañarnos.

Quince días para que inicien los Juegos Panamericanos…

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