Nunca perdía la oportunidad de hacer combate cuando mi profesor nos ponía a pelear entre nosotros y cada vez que me ponía el peto sentía la emoción que sienten las hienas cuando se encuentran a una cebra moribunda en la sabana. Siempre que llegaba la fecha de algún torneo, lo primero que hacía era pedirle permiso (Y dinero) a mis papás, cuya respuesta era inmediata e invariablemente la misma: “claro que no”.

 

Oh, sí, es verídico. Mis papás nunca me dejaron competir de manera formal. La razón principal era mi estatura: decían que entre más alto más pend… Mentira, mentira… El problema es que siempre tuve una estatura mayor que el promedio de la gente de mi edad, razón por la cual me ponían a competir con seres más viejos. Por ejemplo, los días de combate ahí en el doyang siempre me tocaba con gente de 16 a 18 años, ahorita sería un abuso de mi parte el ponerme a pelear con gente de esa edad, pero cuando tienes 12 años es toda una hazaña. Ese era el motivo principal por el cual siempre se me fue negado el permiso para entrar a los torneos, de todas formas nunca perdí la fe, siempre insistí, jamás logré nada.

 

Un buen día, el entonces entrenador nacional, Julio Álvarez, venía a mi escuela a dar un seminario de combate. El evento fue promocionado con bombo, platillo y edecanes gordas repartiendo volantes por la ciudad. Mis papás se enteraron de dicho evento y me preguntaron si asistiría, a lo cual yo respondí que no, la verdadera razón: weva. Obviamente yo no podía decirle eso a mis padres, así que me inventé una excusa perfecta: “Nel, para qué entro si de todas formas ustedes nunca me dejan pelear”, a lo que me respondieron amablemente: “Ah, bueno”.

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Al otro día, no sé si por obra y gracia del Espíritu Santo o bien de algún mosquito mutado con alguna sustancia química milagrosa, mi papá tomó la palabra y me dijo: “Tu madre y yo estuvimos platicando y decidimos lo siguiente: entra al seminario de combate y después de eso te vamos a dar permiso de entrar a todos los torneos que vengan”. Al principio como que no me la creí, de hecho estaba esperando a que me dijeran “Y que se la cree” con risas burlonas y caras de troll, pero no, no pasó. Fui a revisar el calendario y no, no era día de los Santos Inocentes, ni april’s fool (O como p***s se escriba). Parecía que hablaban en serio. Esa misma tarde llegué a mi gimnasio para pagar el seminario, todavía con algo de incredulidad.

 

Pasó el seminario, pasaron los días y llegó la invitación para un torneo. Como siempre, fui a pedir permiso, la respuesta esta vez fue diferente: “Sí, ¿Cuánto cuesta? ¿Quiénes van? ¿Con quién te va tocar? ¿Cuántas veces vas a pelear?”… Y así.

 

Ese fue uno de los días que marcó mi destino para siempre y debo decir que, hasta le fecha, mis padres han honrado su promesa.

 

Mi primer torneo fue en la ciudad de Querétaro, en un aniversario de Eagle Park. La verdad me fue muy bien, para ser la primera vez, pero esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión…

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EN EL CAMINO

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El sábado competí por primera vez desde los Juegos Panamericanos. Lo anuncio por quienes pensaban que ya estaba retirado: jamás me fui.

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