Cuando estaba en la secundaria, mis papás solían amenazarme con castigarme no dejándome ir a mis clases de Taekwondo si sacaba malas calificaciones. ¿Qué clase de padres desnaturalizados serían capaces de realizar semejante atrocidad? Pues los míos (Así es, señor y señora Pérez, no se me ha olvidado, eh). Debo mencionar que mis papás eran del tipo de los que nos premiaban si sacábamos buenas calificaciones (De ocho para arriba), pero también nos reprendían si se encontraban algún siete perdido por ahí (En mi escuela el rango de calificación era de 0-10, donde 5 era calificación reprobatoria)… Y siempre cumplían: una vez saqué puro diez en el total de las materias, pero la malvada maestra me puso CINCO en conducta (Desgraciada), razón por la cuál fui recluido en las mazmorras de mi domicilio durante cuarenta días y cuarenta noches sin poder ver la luz del sol y alimentándome de las ratas y grillos que ahí habitaban.

Había una razón por la cuál mis progenitores inmiscuían el Taekwondo con asuntos escolares (Además de por gachos): sabían perfectamente que era la única forma de mantenerme concentrado en la escuela; esto porque a esa edad yo no salía, no compraba nada, mis conflictos existenciales eran prácticamente nulos, no comía en la calle, casi no veía la tele, no tenía internet, mi Nintendo llevaba una década descompuesto y nunca me daban “domingo” (Ahora que lo pienso creo que sigo en la secundaria), así que no había otra cosa con la cuál me pudieran amedrentar académicamente. Sabían perfectamente que si me decían que me iban a sacar de mis clases de inglés si obtenía malas notas, el mes entrante les iba entregar una boleta con más marcas rojas de las que hay en la cara de un adolescente de rasgos nórdicos con fuertes problemas de acné.

No me puedo quejar, la vida me ha dotado siempre de la suerte necesaria para poder sobrellevar mis cursos escolares sin mayor problema que el de decidir de qué color va ser la pluma con la que voy a escribir en el semestre en curso. Además, siempre creí que esas apocalípticas frases de mis padres eran un mero chantaje.

Un día como cualquier otro nos entregaron boletas en la escuela y… ¡SURPRISE! Tenía varios sietes, un cinco y creo que un seis por ahí regado. Mi primera reacción fue comerme ese papel para que no quedara rastro de aquella barbaridad. Después tuve una idea de esas que son dignas de haber sido concebidas por Isaac Newton: Esconder la boleta, hacerme el tonto y antes de irme a dormir dejarla sobre el escritorio de mi padre para que la firmara y al otro día nada más tomarla de la mesa para poder entregarla de vuelta en el colegio sin ver la cara que iba poner mi papá cuando se diera cuenta de que su inversión mensual en educación para su hijo había sido desperdiciada de una manera deprimente en ese periodo. Era un plan genial, ¿Qué podía salir mal?

Llegando a mi casa le comenté el plan a mi hermana (Que también había recibido boleta y le había ido peor que a mí) y estuvo totalmente de acuerdo en ejecutarlo. Nos sentamos a comer como si nada y cuando llegó mi papá en vez de “Buenas tardes” nos dijo: “¿Y qué? ¿Cuándo les entregan las boletas?”… Me derrumbé. La genialidad de mi plan había sido deshecha en un segundo por una corazonada bastante inoportuna de parte de mi señor padre. No hubo más alternativa que entregarle lo que había pedido, cerrar los ojos e ir a buscar el bote de vaselina más cercano (El que entendió, entendió).

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Mi castigo por el chistecito de las calificaciones fue el peor que pude haber imaginado (Palabras más, palabras menos): “No vuelves a poner un pie en tus chingadas clases de ‘karate’ [Así dijo] hasta que me traigas buenas calificaciones”.

Nunca supe cómo debía de tomar aquello, así que hice lo que cualquier practicante en sus desesperados cabales haría: encerrarme en mi cuarto, escaparme por la ventana, agarrar la bici, pedalear cinco kilómetros hasta mi doyang y entrenar como si nada estuviera pasando. Dicho procedimiento lo repetía todas las tardes con éxito y sin que nadie se diera cuenta.

Un día, y sigo sin saber por qué, mi mamá llego al doyang justo a la hora de la clase. La sorpresa de ambos al vernos ahí sólo se puede comparar con lo que siente alguna top model de fama internacional cuando descubre que hay un video pornográfico suyo circulando por la red y sin censura. Yo estaba seguro que mi carrera como taekwondoín había terminado en ese preciso momento. Para mi sorpresa, no pasó nada.

Hoy día sigo sin saber qué rayos hacía mi madre ahí aquella tarde, pero ese encuentro sirvió para que se diera cuenta de que el Taekwondo no era solamente una actividad extraescolar más, sino que se había convertido en todo un estilo de vida para mí.

Estoy seguro que dentro de esta historia debe haber alguna especie de moraleja, descúbranla. Yo sólo les puedo dar un par de consejos: papás, no le quiten el Taekwondo a sus hijos, puede que estén cometiendo un muy grave error; hijos: échenle ganas a la escuela, no sean tontos.

Estoy seguro de que tú conoces alguna historia similar, ¿No es cierto? Deberías contarnos.

Por cierto, de ninguna manera me perdonaron el castigo (Ni que tuviera tanta suerte), simplemente lo trasmutaron por otro que se les ocurrió después. Pero esa es otra historia, y debe ser contada en otra ocasión…

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@ChavaPerezFauno

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