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Cientos critican al Taekwondo, pocos lo practican y una cantidad mucho menor realmente lo siente. Esta es una crónica del ritual de un taekwondista o taekwondoín antes, durante y después de cada evento.

Voy a definir ritual como aquello que ya está marcado por la costumbre. Parte de la parafernalia de todo competidor antes de saltar a sentirse vivo en cada segundo de combate.

Es que esto solo lo entenderán aquellos que cada golpe, cada kiap o cada segundo de Taekwondo lo viven, lo sienten y que cada vez quiere más.

Dentro del área de entrenamiento se viven demasiados sentimientos, se viven un sinfín de situaciones, el tatami lo es todo. Ve cómo crecemos, cada vez que caemos, cómo lo intentamos. En fin: es el lugar más sagrado que tenemos. (DOJANG, un universo en miniatura)

Sin embargo, en cada ocasión que vamos a competir, estemos preparados o no, sentimos un miedo que nos obliga a hacer un ritual casi que calcado al del evento anterior.

Aclaro que entre miedo y pánico hay diferencias abismales. El primer sentimiento nos activa, nos pone a “auto inspirarnos” para lograr el objetivo que nos hemos planteado durante mucho tiempo: el oro. En cambio, el segundo sentimiento, se encarga de poner en blanco la mente; tiene la capacidad de paralizar al mejor, de hacerlo dudar de sus aptitudes y como si fuera poco: termina chantajeando sus actitudes. Es ahí cuando en el camino al área de calentamiento se comienza a meditar, a recordarnos porqué hemos llegado hasta ahí. Ese es el primer paso del ritual.

Posteriormente, ya cuando volvemos a activar la conexión con el mundo real, nos ponemos a calentar tanto física como mentalmente, una dupla que puede convertirse en algo invencible: recordarle y decirle al cuerpo de lo que es capaz con la mente clara.

 

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De pronto, cuando lo único que nos preocupa era la canción que sonaba por los auriculares, nuestro nombre irrumpe en los altavoces: es nuestro turno. La adrenalina se vuelve más tangible que nunca. Cerramos los ojos, tiramos un suspiro y emprendemos hacia la mesa de revisión.

Volteamos a la tribuna, buscamos al equipo, y entre todo el bullicio, nuestro oído detecta nuestro nombre; sonreímos, asentimos y ese es el último detalle que nos empuja a saltar al tapiz.

Saludamos al maestro. Nos da ese abrazo que es como la bendición que le da un padre a su hijo cuando sale de casa, solo que ahora ese hijo saldrá a sentirse más vivo que nunca.
Justamente en ese momento, ahí, se crea un silencio extraño antes de ir al centro del tapiz, pero ese silencio es la mejor señal que nos hace decirnos: a lo que venimos.

Muchas veces a pesar de cumplir el ritual, hasta este punto, al pie de la letra. Algo sale mal. Entonces, rebobinamos en microsegundos, nos damos cuenta que aunque vayamos abajo, el maestro sigue creyendo en nosotros, entonces el haber hecho el ritual en esos instantes relámpagos nos abre la mente: descubrimos que seguimos creyendo en nosotros mismos.

El minuto de descanso se acaba y salimos a darlo todo por el todo. Tenemos más claro que nunca que sin dolor no hay gloria, soltamos todo el arsenal. La mano del juez central se cruza entre el rival y yo, miramos el resultado y nos enteramos que la pantalla parpadea a nuestro favor. Brincamos, festejamos, incluso a veces lloramos: nos sentimos en la cima del mundo.

Este ritual es sumamente adictivo. Es tan necesario sentirlo, hacerlo y vivirlo, que solo quienes lo hemos hecho me entienden, reitero. Es nuestro éxtasis, y por último, descubriendo que esta parafernalia nos hace vivir el Taekwondo: decidimos repetirla.

 

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Esteban Mora, Exclusivo MasTKD