Los primeros meses todo fue muy feliz porque hacíamos combate con los compañeros de clase, todos del mismo grado. No recuerdo haber golpeado nunca a nadie durante ese tiempo, tampoco recuerdo que nunca nadie me golpeara de una manera memorable; de hecho todo fue muy feliz hasta que llegué a cinta amarilla y cambiamos de clase. Ahí empezaron los problemas…

 

Al iniciar en la nueva clase todo parecía normal, había muchos compañeros nuevos y gente de grado más avanzado. Sabía que algún día nos iban a poner a hacer combate y eso me hacía extremadamente feliz, salvo por el hecho de que no sabía cuándo se le iba ocurrir al profe ponernos a pelear con los compañeros nuevos (Aunque más bien los nuevos éramos nosotros).

 

Una tarde cualquiera de jueves (¿O era lunes? Malditas lagunas mentales…) se escuchó a lo lejos un grito de esos que ponen a revolotear las mariposas en el estómago: “¡PETOS!”. La dinámica de combate en mi escuela era muy normal: todos nos sentábamos alrededor de un cuadrado que estaba en medio de área y una pareja pasaba en medio a pelear mientras todos los demás veían. El profesor era quien armaba las parejas.

 

“Alan y Pedro” (Peleaban un rato, después todos aplaudían y se sentaban), “Giovani y Javier” (Peleaban un rato, después todos aplaudían y se sentaban), “Salvador… Y Mariana” ¡¿QUE?! ¿ERA EN SERIO? O sea, tanto esperar el día de combates para que me pusieran con una niña… Una niña que pesaba la mitad que yo, seguro se trataba de una broma… Lo siguiente que pasó no está muy claro en mi mente, creo que peleamos, pero no estoy seguro, de lo único que me acuerdo perfectamente bien es de que me partieron mi madre (Expresión vulgar en México para decir que me golpearon como nunca).

 

La historia anterior se repitió muchas veces durante muchas tardes. Ella decía que me tenía miedo porque yo “Pegaba muy fuerte”, yo le tenía miedo a ella porque tenía la mala costumbre de convertirse en Súper-Sayayin en cada combate y yo pagaba las consecuencias.

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Un buen día, mientras peleábamos en frente de todos, chocamos las rodillas. A mí no me dolió porque, lo dije antes, pesaba el doble; a ella le dolió tanto que se tuvo que hincar para sobarse su rodilla. Cuando vi eso, todas las escenas de mis combates anteriores con ella pasaron por mi mente a la velocidad del rayo, sabía que no iba haber otra oportunidad de liberar mi alma frustrada por no poder ganarle, así que tomé impulso, corrí hacia ella y la pateé con la misma euforia con la que un jugador de fútbol americano patea un balón para anotar un punto extra durante el Super Bowl… Media hora y quinientas lagartijas después entendí que eso no se hace.

 

De algo sí estoy bien seguro: no fui el único al que traumó. Había dos hermanos que iban a entrenar con su mamá y siempre les pegaba a los dos, su mamá la volteaba a ver con el mismo desprecio con el que Hitler veía a los judíos, pero nunca le decía nada. A mi hermana la pusieron a pelear con ella durante un examen de grados y hasta la fecha (Mi hermana) afirma que quedó mal desde ese día y por eso nunca se animó a competir de manera formal.

 

El tiempo pasó y Mariana dejó de entrenar, de hecho no volví a saber más de ella hasta muchos años después gracias a la magia de las redes sociales. Ahora es una persona muy tranquila, o al menso eso parece, y tiene una oficina de diseño. A veces tuitea bonito, pueden seguirla, ayer le quitó el candado a su cuenta: @Packlan

 

¿Se acuerdan de la película del Rey León? Pues a mi me pasa igual, oigo el nombre y tiemblo: “Mariana”… “Uuuhhhhh”.

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